Todavía
no he conseguido enterarme si fue la polea de ventilación, la pérdida de líquido
refrigerador o el mal funcionamiento de
otro artilugio del coche, el causante de mi obligada parada en LUMA. Soy
especialista en sufrir averías en lugares inhóspitos.
Situado
en las estribaciones de la sierra que da entrada a la ciudad, el pueblo de LUMA
pasa desapercibido para el común de los viajeros. Ninguna guía lo nombra, pues
carece de hoteles, atracciones y comodidades propias del turismo de esta época.
Rodeado
de niños mirones expliqué como pude a un hombre de mediana edad, el problema
que me aquejaba. Su rostro permaneció inmutable durante mi ininteligible
relato. Decidí intentarlo de nuevo. Esta
vez, acentuando con aspavientos mi desolación y disgusto por la avería. Los
niños reían mientras señalaban todas y cada una de las piezas del motor.
El
hombre sonrió y me hizo un gesto para que lo siguiera. Mientras caminábamos me hablaba con toda
naturalidad, ¡como si yo entendiera alguna palabra!.
A
la primera calle, estrecha y mal empedrada, le siguió otra más estrecha
aún y sin ningún pavimento. No era
precisamente un camino de rosas. Por lo que se veía y olía, aquel pueblo
carecía de un mínimo alcantarillado. Le
pregunté varias veces dónde íbamos. Él afirmaba con la cabeza una y otra vez,
me sonreía y seguía caminando.
Se
detuvo ante un portón. Llamó dos veces. Al poco tiempo abrió un joven de unos
20 años. Hablaron brevemente. Por sus miradas no dude que yo era el motivo de
su conversación. Atravesamos un corral
repleto de basura, cabras, ovejas, cuatro o cinco borricos enanos y un montón
de gallos y gallinas. “¡Dios mío, dónde
me he metido!”. Recordé, con preocupación, la avería en el sur de Marruecos.
“¡Estoy gafado!. ¿Qué habría entendido
este hombre?. ¡El coche, he dejado abierto el coche!”.
¿Dónde
me llevaba?. Era evidente que en aquel pueblo perdido no encontraría un taller
ni algo que se le pareciera. ¡Paciencia!. Por lo menos había conseguido
atravesar aquellas cuatro pestilentes callejuelas sin marearme.
Agradecí
entrar en una pequeña estancia de adobe y resguardarme del implacable sol de
las cuatro de la tarde. El joven
descolgó de la pared un vaso de metal, lo introdujo en una vasija de barro y me
ofreció agua. Con signos de agradecimiento le indiqué que no tenía sed. Preferí
aguantar la sequedad de mi boca y no arriesgarme a beber un agua que suponía
infectada por toda clase de bacterias.
Me
señalaron que bajara una escalera bastante inclinada. Tras diez peldaños torcía
a la derecha, así que no podía ver el final. Por sus repetidas indicaciones
comprendí que debía bajar. ¡“No me gusta”!. Nervioso, quise decir algo, pero
volvieron a indicarme, sonrientes, una vez más, que bajara. Descendí lentamente por los desgastados y
estrechos peldaños de adobe. ¡Cómo para dar un traspié!. No levanté los ojos hasta pisar el último
escalón... ¡¡No terminaba de creer lo
que veía!!.
Recorrí
con la vista aquella estancia: Totalmente circular, de unos tres metros de
altura y ocho metros de diámetro, cubierta con una bóveda no muy pronunciada.
En su centro una abertura de uno o dos metros, también circular, dejaba pasar
la luz, tamizada por una loneta de color crudo, que la cubría por el exterior.
A
medio metro del suelo y con una anchura aproximada de dos cuartas, rodeaba la
habitación una cenefa delicadamente adornada con dibujos de plantas, coloreadas
en tonos suaves y cálidos. A la derecha
observé una puerta tapada por una tela. Mi anfitrión, que me invitó a sentarme
en uno de los muchos cojines que estaban esparcidos por el suelo alrededor de
tablas que parecían hacer la función de mesa, desapareció por aquella puerta,
no sin antes explicarme amablemente algo que no entendí, pero que interpreté
como "está Vd. en su casa".
La
temperatura era muy apacible y fresca.
No logré identificar, ni saber de dónde provenía, el suave aroma que
emanaba aquel lugar. No se escuchaba ni un ruido. Difícil imaginar un lugar así
en aquel pueblo.
Habían
transcurrido cinco minutos cuando entró un señor de unos 50 años, seguido del
joven que me recibió. Me saludó y durante un largo rato debió contarme un buen
puñado de cosas interesantes. "Muchas gracias" repetía yo, una y otra
vez, como un lorito.
Por
el tono de su voz, supuse que había llamado a alguien. Efectivamente, al
momento entraron una señora, un niño de catorce años y una niña de doce. Llevaba esta última una palangana en su mano
izquierda, en la derecha una jofaina, y una toalla al hombro. Se acercó a mí.
Me miraba fijamente, sin pestañear. Yo no sabía qué hacer. El hombre mayor se frotó las manos, a la vez
que señalaba la jofaina. Todos
rieron. Cuando me hube lavado las manos,
la mujer se arrodilló a mis pies e intentó quitarme los zapatos. Mes aparté
instintivamente. El señor volvió a señalar la jofaina y con una mano hizo que
se frotaba un pié. Todos volvieron a
reír. Me descalcé. La mujer me lavó
delicadamente los pies con el agua que la niña iba vertiendo sobre ellos. Fue una sensación deliciosa. Por un momento volví a mi infancia y recordé
a mi madre. Deseé que no acabara.
Nada más secarme trajeron varias
bandejas con arroz, carne seca, frutas, pastas y té que colocaron a mis pies.
Supe que no tenía elección. Por otra parte no fue difícil animarme. Tenía
hambre.
Mientras
comía, ellos hablaban animosamente. A cada gesto mío de satisfacción,
respondían con risas y comentarios –supongo- sobre lo apetitosos que me
resultaban los alimentos. La niña me servía té cada vez que yo daba un sorbo.
Luego, toda ufana, miraba al padre
buscando su aprobación: "¿Lo he hecho bien?".
Por
gestos demostré que me encontraba totalmente satisfecho. Debieron entenderlo,
pues inmediatamente madre e hija recogieron las bandejas, excepto las pastas y
el té, trajeron vasos para todos y se inició una animada sobremesa. Sólo pude
entender dos cosas: estaban felices con mi presencia y la madre no quería que
los niños comiesen más pastas. ¡Eran para mí!.
Pasado
un tiempo entró en la estancia un hombre que no había visto anteriormente. Les
dijo algo que, por supuesto, no entendí. Entonces, mi anfitrión me ayudó a
ponerme en pié y ,tras calzarme, me indicó que le siguiera. Primero él, luego
yo, y detrás todos los demás. Subimos las escaleras, atravesamos el corral y
nos dirigimos por aquellas callejuelas al lugar donde había dejado
"aparcado" el coche. Allí seguía, ¡¡ufff!!, con unos cuantos niños
más alrededor y el hombre que me llevó a la casa haciendo de guardián.
Quise mostrarles mi agradecimiento
por el trato que me habían dispensado con los gestos y las palabras más
inteligibles que pude encontrar.
Me
despidieron amablemente. Los hombres, con apretones de manos, múltiples abrazos
y palabras sin fin. La mujer y la niña de la jofaina con sonrisas.
Medio
aturdido subí al coche. Salí de aquel lugar acompañado del estruendoso griterío
de los niños que corrían tras el coche,
y el adiós de los mayores.
No
podía creer todo lo que me había pasado. Pensando en ello no me di cuenta,
hasta haber recorrido muchos kilómetros, que ¡el coche funcionaba
perfectamente!. Me emocionó saber que mientras me agasajaban, se habían
preocupado de arreglarlo.
Por
un momento pensé volver, agradecerles de alguna manera todas sus atenciones y
pagarles el arreglo. Pero, ¿cómo encontrarlos?, ¿cómo compensarles?, ¿qué podía
decirles?.
Desde
entonces, LUMA y sus gentes siempre están en mi corazón.
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